Entre lágrimas, desolada, sin hallar explicación a lo que le había sucedido, con sus jugadores en el suelo, la selección de Brasil lamentó otro fracaso, eliminada en cuartos de final por cuarta vez en las últimos cinco Mundiales, sin excusas, empatada en la prórroga en el minuto 116 en un contraataque que jamás debió conceder y doblegada en los penaltis por Croacia, por una parada de Dominik Livakovic y un lanzamiento al poste de Marquinhos.
Ni siquiera el gol de Neymar, en el tiempo añadido de la primera parte del tiempo extra, le bastó a la más campeona de todas, que se sintió entonces ganadora; demasiada concesión cuando enfrente está un adversario como Croacia, que jamás se rinde, que ha jugado cinco prórrogas en sus últimas seis eliminatorias mundialistas, que renació cuando nadie pensaba aún en que el empate era posible, salvo ella, relanzada por el 1-1 de Petkovic.
Croacia no es Corea del Sur. El grupo dirigido por Luka Modric, futbolista eterno, tan imponente como siempre, no tiembla ante nadie. Ni ante Neymar. Ni ante Vinicius. Ni ante Raphinha. Ni ante Richarlison. Desde su convicción, desde el rigor con el que manejó cada espacio, desde la competitividad implacable que asumió cada jugador en cada misión sobre el terreno, miró a la cara a su rival, de forma directa, sin matices, indagó en sus defectos y descubrió un horizonte que nadie intuía ya en el Mundial 2022: Brasil no es imparable.
Desactivada por el sistema de ayudas arlequinado, por el exhaustivo estudio que había hecho de su adversario, Croacia expulsó a Brasil del paraíso que disfrutó en los octavos de final, abocado a otro tipo de partido; tan distinto, tan ajeno, en el que no basta con un instante de inspiración, una aparición de Neymar, una carrera de Vinicius, un regate de Raphinha (en el minuto 55 fue cambiado entre la invisibilidad que sufría) o un tiro de Casemiro. Necesita mucho más. Un plan. Una secuencia. Constancia. Un equipo, un bloque, una estructura, por encima de una individualidad o de un único desborde.